El genocidio de los rohinyá
por Ramzy
Baroud * para Rebelion – Sociedade e Lutas Populares
Globais
Traducido
del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
Visita de
Emine Erdogan, esposa del presidente de Turquía, al campo de refugiados
musulmanes rohinyá de Kutupalong, Bangladesh. (Foto: Mustafa Oztartan/Agencia
Anadolu)
Hasta cierto punto, Aung San
Suu Kyi es un falso profeta. Glorificada por Occidente durante muchos años, se
convirtió en un “icono de la democracia” al oponerse a las mismas fuerzas
militares que siguen hoy controlando su país, Birmania, en una época en que la
coalición occidental dirigida por EEUU mantenía en aislamiento a Rangún por su
alianza con China.
Aung San Suu Kyi jugó su papel
como se esperaba que lo hiciera, consiguiendo la aprobación de la Derecha y la
admiración de la Izquierda. Y por eso ganó el Premio
Nobel de la Paz en 1991, incorporándose al elevado grupo de “Los Mayores”, mientras los
medios de comunicación y diversos gobiernos la promocionaban como figura
heroica a emular.
Hillary Clinton la describió en
una ocasión como “esta extraordinaria mujer”. El recorrido de la “Lady” birmana
de ser una paria política en su propio país, donde estuvo confinada bajo
arresto domiciliario durante quince años, acabó finalmente en triunfo cuando se
convirtió en la líder de Birmania tras una elección multipartidista celebrada
en 2015. Desde entonces, ha visitado muchos países, cenado con reinas y
presidentes, pronunciado discursos memorables, recibido premios mientras iba
limpiando, con perfecto conocimiento de causa, la imagen del muy brutal
ejército al que se había opuesto durante tantos años. (Incluso hoy, el ejército
birmano tiene un poder casi de veto sobre todos los aspectos del gobierno.)
Pero la gran “humanitaria”
parece haber agotado su aura de honestidad cuando su gobierno, ejército y
policía iniciaron una extendida operación de limpieza
étnica contra “el pueblo más oprimido sobre la Tierra”, los rohinyá. Este pueblo
indefenso ha sido sometido a un genocidio sistemático y brutal, cometido a
través del esfuerzo conjunto del ejército, la policía y una mayoría de
nacionalistas budistas birmanos.
Las llamadas “Operaciones de
Limpieza” han matado a cientos de rohinyá en los últimos meses, obligando a
más 250.000 seres
llorosos, aterrados y hambrientos a escapar de cualquier manera para poder
salvar la vida. Cientos de ellos han perecido
en el mar o han sido atrapados y asesinados en la jungla.
Las historias de asesinatos y
destrucción recuerdan la limpieza étnica del pueblo palestino durante la Nakba de
1948. Y no debería sorprendernos que Israel sea uno de los grandes proveedores de armas del
ejército birmano. A pesar del extendido embargo armamentístico de muchos países
respecto a Birmania, el ministro de Defensa de Israel, Avigdor Lieberman,
insiste en que su país no tiene intención alguna de interrumpir sus envíos de
armas al despreciable régimen de Rangún, que está utilizando de forma muy
activa esas armas contra sus propias minorías, no sólo los musulmanes del
estado de Rakáin al oeste del país, sino también contra los cristianos del
norte.
Uno de los envíos de Israel lo
anunció la compañía israelí Tar Ideal Concepts en
agosto de 2016. La compañía mostraba con orgullo cómo sus rifles Corner Shot
estaban ya siendo utilizados por el ejército birmano.
La historia de Israel
está plagada
de ejemplos de apoyos a juntas brutales y regímenes autoritarios, pero
¿por qué se han posicionado como los guardianes de una democracia que se
mantiene en silencio sobre el baño de sangre en Birmania?
Desde octubre del pasado año,
casi un cuarto de la población rohinyá ha sido expulsada de sus hogares. El
resto podría seguirles en un futuro próximo, convirtiendo un crimen colectivo
en una situación casi irreversible.
Aung San Suu Kyi ni siquiera ha
tenido el coraje moral de expresar unas palabras de compasión hacia las
víctimas. En cambio, sólo hizo una declaración con la que no
se comprometía a nada: “Tenemos que cuidar de todos los que están en
nuestro país”. Mientras tanto, su portavoz y otros voceros lanzaron una campaña
vilipendiando a los rohinyá, acusándoles de quemar sus propias aldeas, de
inventar sus propias violaciones, mientras se referían a los que se atrevían a
resistir como “yihadistas”,
confiando en vincular el genocidio en curso con la campaña orquestada por
Occidente para difamar a los musulmanes en todas partes.
Pero informes bien documentados
nos ofrecen algo más que una ojeada de la desgarradora realidad experimentada
por los rohinyá. Un reciente informe
de la ONU detalla el relato de una mujer cuyo marido había sido
asesinado por los soldados en lo que lo ONU describe como ataques “extendidos y
sistemáticos” que “muy probablemente representan crímenes
contra la humanidad”.
“Me arrancaron la ropa y me
violaron, eran cinco soldados”, dijo la desconsolada
mujer. “Mi bebé de ocho meses no paraba de llorar de hambre cuando entraron
en mi casa porque me tocaba darle de mamar, pero le callaron con un cuchillo”.
Los refugiados que huyeron
hacia Bangladesh tras un viaje de pesadilla relataron el asesinato
de niños, la violación de mujeres y la quema de aldeas. Algunos de estos
relatos han podido verificarse a través de las imágenes por satélite
proporcionadas por Human
Rights Watch, que muestran aldeas destruidas por todo el estado.
En realidad, el horrible destino
de los rohinyá no es que sea algo nuevo del todo. Pero la particularidad que
está mostrando en estos momentos es que Occidente está ahora completamente del
lado del mismo gobierno que perpetra estos actos atroces.
Y hay una razón para eso: el
petróleo.
Hereward
Holland, informando desde Ramree Island, escribió sobre la “caza del tesoro
escondido de Myammar (Birmania)”.
Depósitos inmensos de petróleo
que han permanecido sin explotar debido a las décadas de boicot occidental al
gobierno de la junta militar están ahora disponibles al mayor postor. Es un
momento de vacas gordas para las grandes de petróleo y están todas invitadas. Shell,
ENI, Total, Chevron y muchas otras están invirtiendo grandes sumas para
explotar los recursos naturales del país, mientras los chinos –que dominaron la
economía birmana durante muchos años- están siendo lentamente expulsados.
En efecto, la rivalidad sobre
las riquezas sin explotar de Birmania está en su apogeo en décadas. Son estas
riquezas –y la necesidad socavar el estatus de superpotencia de China en Asia-
lo que ha hecho que Occidente cambiara de posición e instalara a Aung San Suu
Kyi como líder de un país que no ha cambiado nada en lo fundamental, no ha
hecho más que darse un nuevo nombre para allanar el camino para el regreso de
las “Grandes del Petróleo”.
Pero son los rohinyá quienes
están pagando el precio.
Que la propaganda oficial
birmana no les confunda. Los rohinyá no son extranjeros, intrusos o inmigrantes
en Birmania.
Su reino
de Arakán data del siglo VIII. Durante los siglos siguientes, los
habitantes de ese reino conocieron el Islam a través de los comerciantes árabes
y, con el tiempo, se convirtió en una región de mayoría musulmana. Arakán es el
actual estado de Rakáin en Birmania, donde viven aún la mayor parte de los 1,2
millones de rohinyá que se estima hay en el país.
La noción falsa de que los
rohinyá vienen de fuera se inició en 1784, cuando el rey birmano conquistó
Arakán y obligó a cientos de miles a huir. Muchos de los que llegaron a Bengala
expulsados de sus hogares, volvieron finalmente.
Los ataques contra los rohinyá
y los constantes intentos de expulsarlos de Rakáin, se han ido renovando
durante varios períodos de la historia, por ejemplo: en 1942, tras la derrota
japonesa de las fuerzas británicas estacionadas en Birmania; en 1948; en 1962,
tras el golpe de Estado por parte del ejército; en 1977, como resultado de la
llamada “Operación Rey Dragón”, donde la junta militar expulsó de sus hogares
hacia Bangladesh a 200.000 rohinyá, y así sucesivamente.
En 1982, el gobierno militar
aprobó la Ley
de Ciudadanía que despojaba a los rohinyá de la ciudadanía,
declarándoles ilegales en su propio país. La guerra contra los rohinyá empezó
de nuevo en 2012. Desde entonces, cada uno de los episodios ha ido siguiendo
una narrativa típica: “enfrentamientos comunales” entre budistas y rohinyá, que
han hecho a menudo que decenas de miles del segundo grupo sean expulsados a la
bahía de Bengala, a la selva y, quienes logran sobrevivir, a los campos
de refugiados.
En medio del silencio
internacional, sólo unas pocas respetadas figuras, como el papa
Francisco, se han manifestado en apoyo de los rohinyá en una oración
profundamente conmovedora el pasado mes de febrero.
Los rohinyá son “gente buena”,
dijo el Papa. “Son gente pacífica y son nuestros hermanos y hermanas”. Su
petición de justicia no fue nunca atendida.
Los países árabes y musulmanes
permanecieron silenciosos en su mayoría, a pesar de las protestas
públicas para que se hiciera algo que pusiera fin al genocidio.
Informando desde Sittwe, la
capital de Rakáin, el veterano periodista británico Peter Oborne describió lo
que había visto en un artículo publicado por el Daily Mail el
4 de septiembre:
Hará justo cinco años,
50.000 habitantes de los 180.000 que se estimaba había en la ciudad,
pertenecían al grupo étnico musulmán rohinyá. Hoy quedan menos de 3.000. Y no
son libres de andar por las calles. Están confinados en un gueto diminuto
rodeado de alambre de espino. Guardias armados impiden que puedan entrar visitantes
o que puedan salir ellos.
Los gobiernos occidentales,
conocedores de esa realidad a través de sus muchos emisarios sobre el terreno,
han ignorado en cualquier caso unos hechos indiscutibles.
Cuando las corporaciones
estadounidenses, europeas y japonesas hicieron cola para explotar los tesoros
de Birmania, todo lo que necesitaron fue el gesto
de aprobación del gobierno de EEUU. La administración de Barack Obama
alabó la “apertura” de Birmania incluso antes de que las elecciones de 2015
colocaran en el poder a Aung San Suu Kyi y su Liga Nacional por la Democracia.
Tras esa fecha, Birmania se convirtió en otra “historia de éxito”
estadounidense, ajenos, por supuesto, a los hechos de un genocidio que lleva
años perpetrándose en aquel país.
Es probable que la violencia en
Birmania aumente y alcance a otros países de la ASEAN, simplemente porque los
dos principales grupos étnicos y religiosos en esos países están dominados y
casi divididos entre budistas y musulmanes.
Es probable que el triunfante
regreso de EEUU-Occidente para explotar las riquezas birmanas y las rivalidades
entre EEUU y China compliquen aún más la situación si la ASEAN no pone fin a
su desastroso
silencio e inicia una determinada estrategia para presionar a Birmania
a que ponga fin a su genocidio de los rohinyá.
Los pueblos de todo el mundo
deberían adoptar una
posición. Las comunidades religiosas deberían manifestarse. Los grupos por
los derechos humanos deberían hacer más para documentar los crímenes del
gobierno birmano y responsabilizar a quienes le están suministrando armamento.
El respetado obispo
sudafricano Desmond
Tutu reprendió con firmeza a Aung San Suu Kyi por cerrar los ojos ante
el genocidio en curso.
Es lo menos que podemos esperar
del hombre que se enfrentó al Apartheid en su propio país y escribió estas
famosas palabras: “Si te mantienes neutral en situaciones de injusticia, has
elegido el lado del opresor”.
El Dr. Ramzy Baroud * lleva
más de veinte años escribiendo sobre Oriente Medio. Es un columnista
internacional, consultor de medios, autor de varios libros y fundador de PalestineChronicle.com. Su
último libro es “My Father Was a Freedom Fighter: Gaza’s Untold Story” (Pluto
Press, Londres). Su
página web es: www.ramzybaroud.net
Esta traducción puede
reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al
autor, a la traductora y a Rebelión.org como fuente de la
misma.
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