Los daños estrictamente económicos son una pequeña parte del total
porque la corrupción, a través de sus efectos inmediatos y colaterales, es un
fenómeno social total que puede representarse metafóricamente en la figura de
la hidra
Figura da internet
¿Quién
puede evaluar el coste de los daños causados por las prácticas corruptoras de
Odebrecht? Para dar una idea, una insignificante esquirla de ese grupo blanqueó
en España 26 millones de euros, el equivalente al importe del salario mínimo
anual de 2625 personas. Habría que añadir ceros y ceros para calcular el monto
total de lo calculable. Cambiando de escenario, el Eurobarómetro de 2014
revelaba que más de tres cuartas partes de los entrevistados pensaban que la
corrupción estaba generalizada en su país; más de la mitad consideraba que se
había incrementado en los últimos tres años. Un estudio de RAND Europa para el
Parlamento europeo estima que la UE pierde entre 179 y 990.000 millones de
euros cada año, incluyendo efectos directos e indirectos, debido a la
corrupción. Los cuernos de la horquilla dan idea de la dificultad de afinar en
la medida. Hace dos años la CNMV cifró en 48.000 millones la factura de la
corrupción en la contratación pública. Estas anécdotas evidencian la
distribución geográfica –dimensión planetaria– y la profundidad sociológica
–dimensión sistémica o estructural– de la corrupción. Los daños estrictamente
económicos son una pequeña parte del total porque la corrupción, a través de
sus efectos inmediatos y colaterales, es un fenómeno social total que puede
representarse metafóricamente en la figura de la hidra.
Como
admite un informe de la UE: “Sin embargo, el verdadero costo social de la
corrupción no puede medirse simplemente por la cantidad de sobornos pagados o
fondos públicos desviados. Además de permitir que florezcan las ineficiencias
económicas, la corrupción afecta negativamente a los objetivos del gobierno,
que van desde una mejor distribución del ingreso hasta una mejor protección del
medio ambiente. Lo que es más importante, la corrupción socava la confianza en
los gobiernos, las instituciones públicas y la democracia en general”. En la
cartografía oscura de la corrupción cabe destacar varios planos: ético
(destruye la fibra moral de los seres humanos, reducidos a meros medios),
social (pervierte las reglas de juego y distorsiona los criterios de justicia
para la distribución de recursos), psicológico (daña la confianza y la autoestima
de la ciudadanía damnificada y deshumaniza a los responsables), y político, al
que se dedicará este artículo.
El 9 de
diciembre es el Día Internacional contra la Corrupción y el 10 de los Derechos
Humanos. Esta proximidad cronológica puede tener algo más que un alcance
simbólico. Robert I Rotberg, autor de The Corruption Cure: How Citizens and
Leaders Can Combat Graft (2017), propuso la creación de un Tribunal
Internacional Anticorrupción, habida cuenta de que los sistema judiciales
nacionales no pueden ser operativos si los tribunales son permeables a la
influencia, y la magistrada guatemalteca Claudia Escobar ha caracterizado la
corrupción como una violación de los derechos humanos, en la línea de otras
propuestas encaminadas a crear la figura de los crímenes económicos contra la
humanidad, algo que probablemente sería aplicable a prácticas de corporaciones
como Odebrecht.
Pero el
término inicial del círculo vicioso que aquí se ventila no es la corrupción
sino la desigualdad. Eduardo Larraz, exconsejero delegado de Arpegio e imputado
en el caso Púnica, y su mujer piden 10.000 euros
al mes para subsistencia, porque entienden que es lo mínimo para llegar a fin
de mes. Al matrimonio le fueron descubiertos 146 lingotes de oro en un banco
suizo. Uno de los efectos del oro es que hace perder el sentido de la realidad
(a veces también de la humanidad). Los Larraz no deben saber que 10.000 euros
son más de lo se gana en doce meses de salario mínimo. Millet (caso Palau)
pagaba el tabaco con billetes de 500 euros. Probablemente ninguno de estos y
otros implicados tiene conciencia de la gravedad del delito de corrupción,
arropados en esa especie de creencia implícita de que la corrupción es un
delito sin víctimas. Pero de su gravedad da cuenta desde hace tiempo la
literatura sociológica. En White Collar Crime (1961), Edwin Sutherland
sostenía que los delincuentes de cuello blanco son los más peligrosos para la
sociedad en cuanto a los efectos sobre la propiedad y las instituciones
sociales; son depredadores sociales que minan la moral pública y destrozan la
organización social. En la misma dirección y partiendo de la tesis de Robert
Putnam sobre el capital social, Mark E. Warren concluye que la corrupción es
capital social malo y que este tipo de capital tiene más probabilidades de
producirse en aquellas condiciones en que quienes soportan los costes de la
externalidades negativas –las víctimas– carecen de recursos para resistirse a
ellas. Warren apunta en una dirección congruente con el grueso de la filosofía política:
“la teoría democrática sugiere la existencia de una conexión estrecha entre la
distribución desigual del contexto de poderes (empowerments) y el
funcionamiento negativo del capital social”. Una consideración que remite a una
apreciación compartida: “la corrupción es profundamente subversiva para la
democracia, porque mina los principios democráticos que estipulan que las
personas deben tener las mismas oportunidades para influir sobre el debate
público y el mismo poder en cuanto a la toma de decisiones”.
Pero la
corrupción adquiere una nueva coloración cuando se la relaciona con otra
variable, con la cual mantiene una relación simbiótica porque se refuerzan
mutuamente, la desigualdad. El politólogo Eric M. Uslaner ha explorado este
campo en un ensayo titulado Corrupción, desigualdad y confianza y en
elaboraciones posteriores. Si la corrupción funciona como una trampa que genera
círculos viciosos, la desigualdad cumple las mismas funciones pero en una
escala más amplia que da cabida a aquella. Según Uslaner, la desigualdad
alimenta la corrupción por tres vías complementarias: 1) impulsando a los
ciudadanos a ver la política como un sistema hostil, 2) generando en ellos un
sentimiento de dependencia y de pesimismo ante el futuro que mina el compromiso
de tratar moralmente a los vecinos y 3) distorsionando las instituciones
competentes para garantizar la justicia y la imparcialidad. De este modo se
instala un modelo de proceso que funciona como un círculo vicioso: desigualdad
→ baja confianza en el sistema político → corrupción → aumento de la
desigualdad. Uslaner coincide con Warren en que la corrupción es “capital
social malo” y, a la vez, un capital social que tiende a perpetuarse a través
de malas prácticas, que resultan posibles gracias a la captura de las
instituciones por las élites poderosas. Pero para romper ese círculo hay que
situarse más arriba: “combatir la corrupción significa atajar el problema de la
desigualdad”.
La
conexión entre los dos términos sirve de inspiración a un estudio detallado de
Jong-Sung You. En ese estudio You propone una secuencia causal que enlaza la
desigualdad con la corrupción. El primer impacto de la desigualdad es que
escinde la sociedad entre una élite económica poderosa y una masa empobrecida.
La primera ejerce su influencia de dos maneras: la captura y el clientelismo.
La captura de la élite poderosa se expresa a través de prácticas como el
soborno o las contribuciones a la financiación opaca de líderes, partidos y
campañas políticas que los benefician. El clientelismo, por su parte, se
expresa en versiones distintas de corrupción política y compra de voto, así
como el patrocinio y la corrupción burocrática. La teoría política clásica
coincide en asignar una función social, no meramente individual o egoísta, a la
propiedad. La tesis weberiana sobre el origen del capitalismo incide en esta
dirección subrayando el elemento ascético. El capitalismo que conocemos en este
siglo no se reconoce, en términos generales, ni en su talante ascético ni en su
compromiso social. Para Adam Smith en su obra clásica, “ninguna sociedad puede
ser floreciente y feliz si la mayor parte de sus miembros están en la pobreza y
en la miseria”. La desigualdad genera una riqueza que se desentiende de su
obligación normativa de ser útil. La corrupción es una de las funciones de la
propiedad sin función. De la ascesis que el capitán de empresa se imponía a sí
mismo hemos pasado a la austeridad externalizada.
La
desigualdad en la distribución de los recursos tiene el poder de replicarse,
como constató La Boétie refiriéndose a la situación que provocaría la
revolución por excelencia: “los tiranos cuanto más saquean más exigen; cuanto
más depredan y destruyen tanto más se les da, se les sirve; y tanto más se
refuerzan y se vuelven cada vez más poderosos y más dispuestos para aniquilar y
destruir todo”. Las respuestas sociales a las desigualdades sangrantes ha sido
tradicionalmente dos: la resignación y la revolución. La primera, obviamente,
no deja huella en los libros de historia. La segunda sí. Branko Milanovic,
exdirector económico del Banco Mundial y autor deGlobal Inequality: A New
Approach for the Age of Globalization, recuerda que la desigualdad fue
determinante en el desencadenamiento de la primera Guerra Mundial y ha
resultado igualmente decisiva en las cuatro grandes revoluciones de la era
moderna: francesa, rusa, china e iraní.
Puesto
que la igualdad, en cuanto isonomía, es una nota definitoria de la democracia,
sería de esperar que la extensión de este marco político acabara poniendo coto
a las desigualdades. Pero en el momento presente hay dos fenómenos que
interfieren en esta exigencia: el neoliberalismo y el populismo.
Los
contornos que ha venido a adquirir esta forma postmoderna de capitalismo que
denominamos neoliberalismo hacen sumamente difícil marcar una divisoria clara
entre la economía blanca y la negra. El propio sistema dibuja una amplia y
elástica zona gris donde la legalidad pierde su brillo y su jurisdicción. Con
la particularidad de que la escolástica liberal es la ortodoxia, económica y
también en buena medida política, del momento. Los economistas son los sumos
sacerdotes. La economía de la oferta es un artefacto de probada eficacia para
bombear recursos desde la base hasta la cúspide de la pirámide social.
Una
persona avezada en estas transacciones tiraba de léxico religioso: madre
superiora, capellán, mosén, misales… Era un recurso literario. W. Benjamin
escribió un artículo, “El capitalismo como religión”, en el que afirmaba que
“el capitalismo es, presumiblemente, el primer caso de un culto que no expía la
culpa sino que la engendra. Aquí, este sistema religioso se arroja a un
movimiento monstruoso. […] El capitalismo es una religión hecha de mero culto,
sin dogma”. Los paraísos –otra importación del lenguaje teológico– fiscales son
el más allá venturoso para la cosecha de la desigualdad y hay miles de bufetes
de especialistas financieros dedicados al sacerdocio de oficiar transacciones
ilícitas y otros tantos de togas doradas encargados de defender a los pecadores
pillados. Los técnicos de Hacienda han identificado hasta 130 paraísos
fiscales, sin duda un material tentador para añadir a esa soberbia exposición
sobre la cartografía que muestra ahora la Biblioteca Nacional. Gabriel Zucman,
catedrático de la Universidad de California, estima que en torno a un 8 % de la
riqueza mundial se oculta en paraísos fiscales (The Hidden Wealth of
Nations—The Scourge of Tax Havens, 2015). A falta de dogma tenemos los
textos sagrados que dan cuenta de su existencia: Papeles de Panamá, Paradise
Papers (¡), LuxLeaks, más otros menos solemnes como la lista Falciani. Por no
hablar de cajas B y otros artefactos opacos de esta teología de la
expropiación.
Naturalmente
cada teología crea su propia legalidad. La desigualdad no es un pecado y la
corrupción oscila entre el mérito o el pecado venial; fácilmente amnistiable.
Cuando a Jordi Pujol le comentaron que sus hijos andaban en negocios
sospechosos contestó que lo hacían mejor que los demás, y así quedó la cosa;
incluida la historia de la herencia paterna. Las historias del ático de Ignacio
González –implicado en el caso Lezo con el negocio del agua de por medio– y los
regalos de Mato, son de la misma escuela discursiva. La permisividad y la
amnistía son la regla en esa zona gris en la que reina un liberalismo amoral.
Se ha
caracterizado la democracia como un sistema de controles y contrapesos. Uno de
ellos se refleja en la dialéctica entre estado (democracia) y mercado (sistema
económico). Es una obviedad que en los últimos años el fiel ha basculado
brutalmente del lado del último. La trinidad neoliberal –desregulación,
privatización, liberalización– ha erosionado hasta límites insospechados la
soberanía popular y el zócalo de los derechos sociales. Para ello se ha
manufacturado una artillería retórica asentada en el mito de que la gestión
privada es superior. Lo que ha llevado a la merma de instancias de titularidad
pública y está erosionando crudamente los pilares del estado social: sanidad,
educación, agua, justicia, dependencia, pensiones. Defender la gestión pública
es pura herejía y proponer gastos sociales pecado mortal. Del mito se
desprende, asimismo, de forma natural una cruzada mercantilizadora: nada puede
sustraerse al mercado; todo es susceptible de compraventa, de los órganos a los
recursos básicos, de la voluntad a la justicia. Los beneficios de los
accionistas y los bonos se han convertido en el fulcro de la actividad
económica. Los trabajadores son relegados al purgatorio de los costes laborales
y las leyes no son más que estorbos que deben ser esquivados, torciendo su
brazo o saltándoselas. Los castigos por estos delitos no causan estigma, no
parece existir la pena social que correspondería a una transgresión
insolidaria. Parecería que la corrupción misma es parte del mercado hasta el punto
de que cabe hablar de un mercado de la corrupción, con una demanda cada vez más
cautiva por el crecimiento de la asimetría en la redistribución: Too big to
fail, too big to jail. Nada está tampoco por encima del criterio del
beneficio. La finalidad económica se ha convertido en un fin en sí misma y ha
capturado a la política. Las elecciones corren el riesgo de convertirse en un
ritual sin mordiente efectivo, porque desde otras instancias rige un dogma
inapelable, el de la disciplina de las reformas estructurales y los
presupuestos austericidas.
El otro
escollo para la democracia es el populismo. El historiador Timothy
Snyder escribe (Sobre la tiranía. Veinte lecciones para aprender
del siglo XX, 2017): “Podríamos caer en la tentación de pensar que nuestro
legado democrático nos protege automáticamente. Se trata de un reflejo
equivocado. Nuestra tradición nos exige que examinemos la historia para
comprender las profundas fuentes de la tiranía y que reflexionemos sobre la
respuesta adecuada que hay que darle. No somos más sabios que los europeos que
vieron cómo la democracia daba paso al fascismo, al nazismo o al comunismo
durante el siglo XX”. Añade que los movimientos que desembocaron a la II Guerra
Mundial fueron reacciones a las desigualdades y a la incapacidad de las
democracias para hacerlas frente. Líderes mesiánicos encandilaron a las masas
con los mitos de la raza, la nación o el imperio. Así, Weimar sucumbió en pocos
años a las botas etnopopulistas (völkisch) del nazismo. Así, la razón se
vio anegada por el mito y las emociones incandescentes que prometían devolver
la grandeza perdida a las banderas. Make America great again, nos suena a déjà
vu: la monserga del destino robado. No somos más listos pero somos
probablemente más vulnerables. Goebbels no disponía de la división de
cibermercenarios que han prestado unos servicios al parecer decisivos a Trump,
los cruzados del Brexit, Marine Le Pen, Putin, Duterte, y antes a los
liguistas, Berlusconi o Fujimori. El etnopopulismo no puede entenderse sin esta
instancia de mediación que a través de las redes sociales produce realidades y
verdades alternativas. Existe también un mercado de la (pos)verdad en la misma
manzana del mercado de la corrupción.
Con ello
llegamos a la tercera pieza del argumento. Hemos visto la estrecha relación que
existe entre desigualdad y corrupción. Estudios recientes han mostrado una
conexión no menos inquietante entre corrupción y populismo. Un informe de
Transparency International (Corruption and inequality: How populists mislead
people) sostiene que el incremento de la percepción de la existencia de
corrupción en los servicios públicos y de la impunidad que suele favorecer a
los beneficiarios empuja a los países hacia líderes populistas que hacen del
discurso contra las élites y de la promesa de acabar con la corrupción su
bandera. El informe establece que “corrupción y desigualdad social están
estrechamente relacionadas y son una fuente de malestar popular”; y añade que
el “balance de los líderes populistas para hacer frente al problema es
deprimente”. El estudio avala la tesis de la simbiosis, en términos más
técnicos, la bidireccionalidad de la relación causal: los dos fenómenos
interactúan en un círculo vicioso en el que la corrupción favorece la
desigualdad en la distribución de poder y esta asimetría se traduce en una
desigual distribución de riqueza y oportunidades. El título de uno de los
apartados no puede ser más transparente: “captura del estado, corrupción a gran
escala y muerte de la democracia”. Quizás habría que ir pensando en la figura
de los delitos de lesa democracia. Entre tanto, han apuntado bien los
organizadores de la “marcha contra la vergüenza”, que ha recorrido varias
ciudades israelíes el 2 de diciembre pasado, precisamente para protestar contra
la corrupción y el intento de Netanyahu de forzar las leyes para asegurarse la
impunidad tras varios casos que le afectan. Vergüenza que cabe sentir la
ciudadanía de cualquier país afectado por haber elegido a esos políticos y
haberlos colocado en las altas instituciones del estado, las que nos
representan.
A la
vista de ciertos resultados electorales, parece claro que el populismo ha
sabido aprovecharse del extendido descontento con un sistema o un régimen
corrupto, presentándose como solución. Acaso el populismo es una suerte de
clientelismo emocional que, como el otro, se aprovecha de la vulnerabilidad de
los más pobres a los que, huérfanos de la protección que les debe el estado, no
les queda otro remedio que agarrarse a estas soluciones mágicas y peores que la
enfermedad. El populista pesca en el caladero de las frustraciones y capitaliza
los resentimientos nacidos de la desafección hacia la instituciones (incapaces
de proveer los servicios básicos) y la rabia contra la desigualdad
(expectativas fallidas). En la medida en que el populismo pone el foco en el
líder en vez de en el partido o la organización contribuye a menguar la
confianza política (el líder populista es a menudo antisistema) y a debilitar
la responsabilidad del electorado. La confianza es un factor clave. Como
sostiene otro minucioso estudio, la corrupción debilita la confianza en las
instituciones políticas y los populistas explotan esa veta del descontento. Por
eso la recuperación de la confianza en la integridad de la política es la pieza
clave para salir del círculo vicioso.
Conviene
mencionar un par de afinidades electivas entre neoliberalismo y populismo. Por
un lado, se observa una variante de las puertas giratorias: figuras que han
ocupado puestos de relevancia en instancias de las corporaciones financieras se
incorporan luego a las filas de las formaciones etnopopulistas. Orban o
Netanyahu entran en el lote; pero citaré un caso más novedoso, el de Alice
Weidel, economista y empresaria, que inició su carrera en Goldman Sachs y fue
figura destacada en la lista de AfD en las elecciones de septiembre. Weidel
combate el euro, el ‘centralismo europeo’, el islam y la inmigración. Por otro,
a menudo el populismo sirve como hoja de parra para tapar (con frecuencia con
los colores de la bandera) las vergüenzas de la economía criminal. La
demonización de los inmigrantes es un variante del mismo fenómeno. A veces los
populismos pueden servir para ayudar a los amigos en apuros: la decisión de
Trump sobre el traslado de la embajada en Israel coincide con una ola de
protestas contra Netanyahu por corrupción.
La
democracia tiene entonces que combatir una hidra de tres cabezas: la
desigualdad, la corrupción y el populismo. El coste social de la desigualdad
queda reflejado en estas palabras de alguien tan poco sospechoso de
izquierdismo como el conde de Chateaubriand en sus Memorias de Ultratumba. A
la pregunta de si “un estado político donde unos pocos tienen millones,
mientras que otros se mueren de hambre, puede subsistir cuando la religión no
está ya ahí, con sus esperanzas fuera de este mundo, para explicar el
sacrificio”, responde en vísperas de las revoluciones de 1848: “La excesiva
desproporción de las condiciones y fortunas se puede soportar mientras se haya
ocultado, pero tan pronto como esta desproporción es percibida de manera
general, el golpe mortal está dado. Recomponer, si se puede, las ficciones
aristocráticas e intentar convencer al pobre, pero cuando sepa leer no creerá
más; intentar persuadirlo de que debe someterse a todas las privaciones
mientras que su vecino posee miles de veces más lo superfluo. Como último
recurso, deberán matarlos.”
Desgraciadamente
el populismo nos ha enseñado que no basta con saber leer, hace falta saber lo
que se lee y lo que se escucha. El impacto de la corrupción también lo
conocemos y no hace falta recurrir a la sofisticación de los modelos
matemáticos de regresión y otros que hacen las delicias de los economistas.
Yves Mény y Donatella Della Porta (eds. Démocratie et corruption en Europe,
1995) lo resumen en pocas palabras: “La corrupción pone en peligro los
valores mismos del sistema: la democracia es herida en el corazón; la
corrupción sustituye el interés público por el privado, mina los fundamentos
del Estado de Derecho, niega los principios de igualdad y de transparencia
favoreciendo el acceso privilegiado y secreto de ciertos agentes a los recursos
públicos”. Se ha dicho que la corrupción es una de las consecuencias de la
desigualdad y que las dos juntas alumbran el descontento (o el cinismo:
recordemos algunos argumentos desde posiciones supuestamente progresistas
apoyando a Trump) de que se alimenta el populismo, un “síntoma mórbido de una
crisis política”, según Franz Bauman.
No somos
más listos que los europeos de los tiempos de la República de Weimar, pero
podemos aprovecharnos de su experiencia. Porque sabemos, no solo que los ídolos
caídos pueden volver a levantarse, como escribió G. Orwell, sino que muy bien
estos de pararreligión y pospolítica que son los populismos pueden estar
incubando otros hasta ahora desconocidos. En inglés la expresión an elephant
in the room hace referencia a un problema grave al que no se presta
atención. Pero ignorarlo no le resta importancia, al revés. La ubicuidad de los
efectos y la omnipresencia de las noticias alusivas pueden conducir a una
especie de banalización por habituación, pero es difícil exagerar el peligro
que augura la hidra. Por eso hay pocas tareas menos urgentes. No conviene
olvidarlo estos días en que se habla tanto de Constitución. Pero sin duda el
problema desborda las fronteras nacionales, de modo que convendría atender a
dos propuestas que han adelantado algunos expertos: establecer la figura de los
crímenes económicos contra la humanidad y, a la vista del carácter
transnacional y global del mal, crear un Tribunal Penal Internacional
Anticorrupción. Acaso no resulte a la postre tan anecdótico que el Día
Internacional contra la Corrupción sea víspera del Día Internacional de los
Derechos Humanos.
Martín
Alonso Zarza* es politólogo, autor de No tenemos sueños baratos. Una historia cultural de la crisis.
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